Misión: Los tres Bandidos.
El sol brilla radiante sobre el firmamento. Un cielo resplandeciente, celeste y descubierto sin ninguna mancha blanca en toda su extensión visible. Una leve brisa refrescante recorre los bosques de la salida y entrada de Konoha, arrastrando hojas y ramas en el suelo, llegando hasta la puerta de la aldea y recorriéndola completamente a ésta. El sol no produce el suficiente calor como para fatigar a alguien, como para hacer que la tierra se raje, o como para hacer que alguien use una gorra, un día sencillamente perfecto, climatológicamente hablando. Las personas recorren alegremente las calles, comprando y charlando sobre sus vidas, sobre los acontecimientos en las aldeas, mientras que otros juegan, o simplemente, cumplen sus deberes trabajando, ya sean shinobis, kunoichis o comerciantes estafando a las personas en la mayoría de las ocasiones. Los animales reposan tranquilamente o acompañan alegremente a sus amos de un lugar sin ninguna preocupación.
La mayor parte del día, Udein dormía; un shinobi egresado de la Academia con el mínimo esfuerzo por su habilidad nata en el ninjutsu y su control del kekkei genkai de su clan: el Sharingan. Udein era uno de los pocos que poseyó a temprana edad el Mangekyö Sharingan al presenciar distintos actos espantosos durante la invasión de Kirigakure, entre ellos, la muerte de su familia completa cuando apenas tenía doce años. Logró salir de la Academia a los catorce, debido a la depresión que le impidió la eficiencia en los estudios, aunque pasada la tormenta que su alma y mente sufrían, gracias a sus habilidades, salió en poco tiempo de ésta con el rango de Gennin. Los exámenes de ascensión de rango fueron fáciles para él, y tras ascender al rango de Jounnin decidió darse un año sabático que acababa de culminar.
Diez años desde la tragedia habían pasado, y las estresantes misiones que un año atrás había cumplido volvían a sus manos. Apenas había salido de su casa descalzo y vestido como vagabundo encontró un pergamino sobre la viga del toldo frontal de su casa, “vaya forma de entregar una misión”, pensó. En aquella se destacaba la información de dirigir a un miembro en solitario de un equipo de la aldea, lo último que necesitaba era ser niñero. Bostezó a la vez que lanzaba de espaldas el pergamino hacia el interior de su casa y comenzó a vestirse. Un equipo básico, el típico chaleco verde de la hoja, una playera sin mangas que dejaba ver sus levemente marcados brazos y una pescadora azul. Se calzó, y salió con su banda protectora atada al brazo derecho fuertemente, dejando la casa con la puerta cerrada pero sin cerradura alguna, no había persona sana en el mundo que pensara que hubiera gente allí, y menos, algún tipo de material para robar, él solo tenía una cama, una mesa, una silla y una cocina a gas; los elementos del aseo brillaban por su ausencia en la parte alta y abandonada del antro al que llamaba hogar, repleto de mugre, insectos atrapados en seda por montones y arácnidos asquerosos de dimensiones colosales. Nadie entendía como él podía vivir en ese lugar, según él solo necesitaba un lugar donde pudiera dormir protegido y comer tranquilo.
Bajó hecho un muerto viviente, con las ojeras a la altura de la boca. Sus ojos estaban rojos, su cabello despeinado y grasiento tanto como su piel. Iba deslizándose sobre el suelo de hormigón, agradeciendo que no estuviera caliente como hacía unos días y por aquella brisa refrescante que acariciaba su piel. El punto de reunión le sentaba perfecto para el día, que era el Bosque de la Muerte, donde había un enorme lago para poder lavarse la cara.
Pisó la calle y no puso mucho esfuerzo en llegar. Fue por lo menos levantando los pies a un paso exasperante, con las manos en los bolsillos, mirando siempre al frente y sin saludar. La gente del lugar miraba extrañada, no podían creer que había salido por fin del lugar vestido como debía, aunque aún muy desarreglado. Era asqueroso verlo, y el olor que provenía de debajo de sus axilas y su espalda, era algo que no se notaba fácilmente, pero que si uno se ponía a olfatear detenidamente, podría asquear hasta a un zorrillo.
El camino fue igual para él, todo era muy monótono. Lo único que hizo en el camino parte de caminar con las manos en los bolsillos fue mover su cuello de un lado a otro haciéndolo tronar. Era la personificación de la decadencia.
Entró al bosque y lo primero que hizo fue dirigirse al lago, se lavó la cara y las axilas sobre el pequeño muelle, dejando caer toda el agua nuevamente al lugar de donde había provenido. Luego se movió un par de metros hasta la sombra de un enorme roble y allí se acostó, sin apoyo ninguno, completamente horizontal en el suelo, entre los grandes pastos verdes del lugar.
Off: de aquí salimos directamente hasta el valle; expláyate con tranquilidad.